martes, 25 de enero de 2011

Los crímenes del sagrado corazón

 Nota: Adjunto este texto, que no es de mi autoría, pertenece a Doris Camarena, una cuentista y dramaturga, que formaba parte del diseño editorial de una publicación llamada La Mandrágora. Este texto lo extraje del No. 13, publicado en al año de 1999. Ignoro si todavía exista la revista. He aqui este texto, con especial dedicación para  Brenda Lara (que se que me está leyendo) y alguna vez le platiqué de este cuento. Aquí lo tienen, con foto y toda la cosa. ¡Disfrútenlo!

MEXICO. 1987

La policía capitalina registra la aparición sistemática de cadáveres con importante grado de mutilación en diversos puntos de la ciudad. No se identificó de inmediato a los cuerpos, debido a que el estado de destrucción en que se encontraban, hacía difícil distinguir incluso que se trataba de restos humanos.

Las víctimas habían sido atacadas con un instrumento punzocortante. A todas les habían extraído uno o ambos ojos, varias piezas dentarias y a todas les faltaba, total o parcialmente, el corazón. La policía inició investigaciones y se comenzaron a barajar diversas posibilidades al respecto.

El hecho de que un hombre declarase, ser el responsable intelectual de los crímenes no sirvió mas que para entorpecer la búsqueda, de por sí, perezosa, de la policía. El sujeto en cuestión, un tal Víctor Manuel Junco, se retractó después arguyendo que sólo había hablado para evitar la golpiza que ya comenzaban a propinarle los policías encargados del interrogatorio. Luego dijo haber recibido la oferta de un “buen guato de mota” a cambio de su confesión, pues, según él, el policía que lo contrató, agarraría “hueso” por llevar un culpable confeso ante sus superiores.
Dos conocidos de Junco: un par de drogadictos indigentes y bastante idiotizados fueron señalados como brazos ejecutores y aparecieron en los periódicos con sendas navajas y una mellada hecha presuntamente para desmembrar los cadáveres.

Cualquiera que haya sido la verdad al respecto, después de la confesión de Víctor Manuel los hallazgos de cuerpos cesaron, y lo curioso fue que nadie se preguntase cómo era posible que aquellos dementes mudos que babeaban todo el tiempo, hubieran podido, para empezar, articular las frases necesarias para comunicarse entre sí, ya no se diga para planear una serie de asesinatos como la que se les achacaba. Tampoco fue tomado en cuenta el hecho de que Víctor Manuel tenía en su haber varias confesiones falsas por el estilo y una enfermiza avidez de notoriedad.
Pero con aquellos imbéciles en la cárcel y con la confesión de Junco, además del cese de las muertes, todo el mundo pareció convencerse del final feliz.

Dos de las siete víctimas habían sido identificadas de manera contundente. La primera María Elvira Muñoz, de diecinueve años de edad, una trabajadora doméstica cuyo cuerpo fue identificado por sus familiares gracias a una marca de nacimiento que presentaba en la pantorrilla izquierda. La otra víctima fue Mario Hernández, alias “Gigí”, de 29 años, que trabajaba como estilista y cuya identificación fue posible gracias a que la única zona de piel intacta, podía apreciarse un tatuaje que fue reconocido por la pareja homosexual del occiso.
Las demás víctimas recibieron pronta sepultura en la fosa común y el caso pareció haberse cancelado fácilmente para todos, aunque no para el o los asesinos.

DOS MESES MAS TARDE…

Una patrulla de policía acudió al llamado de la administración de un hotelucho de la zona de La Merced. En la habitación yacía, cubierta hasta el cuello por una especie de gabardina, y aparentemente dormida, una prostituta de 22 años conocida como “la moños”. La pared del cuartucho había sido pintada con extraños signos. Sólo acercándose lo suficiente era posible ver que la mujer recostada descansaba sobre una mancha de sangre, misma que había sido utilizada como tinta para el estrambótico decorado del muro. Y sólo al mover a la muerta fue posible percatarse del tajo que casi había separado la cabeza del cuello. Los párpados se cerraban sobre cuencas vacías y el pecho de la mujer presentaba un enorme hueco por el que, según reveló la autopsia, le había sido extraído el corazón.
Ese mismo día fue hallada la pista que relacionó definitivamente este crimen con los sucedidos dos meses atrás: un sobre con negativos fotográficos que se encontró tirado junto a la cama. Las fotos representaban a varias personas por separado. La actitud desentendida de los modelos hacía suponer que las fotos les habían sido tomadas sin que se dieran cuenta. Tres de las personas fotografiadas pudieron ser reconocidas prácticamente sin lugar a dudas: Mario el “Gigí”, María Elvira Muñoz y la “Moños”.

El siguiente dilema al respecto fue el de hacer públicas las fotografías. El total era de 12, y si se consideraba que cinco de ellas podían corresponder a los asesinados anteriormente, quedaban cuatro personas que bien podían, o ser futuros cadáveres, o estar relacionados directamente con los asesinatos.

La tardanza en la decisión solo vino a confirmar las peores sospechas, y mientras la policía pensaba en lo que había que explicar a la gente, las tres siguientes víctimas se fueron dieron en rápida sucesión. Esta vez fueron identificadas con relativa rapidez. El empeño que en un principio mostraron los asesinos para hacer irreconocibles los cuerpos, había dejado de mostrarse, como si los criminales estuvieran ya absolutamente seguros de que nadie los descubriría, hicieran lo que hicieran.

Las tres víctimas, halladas con horas de diferencia entre una y otra, eran, como las anteriores, sujetos jóvenes y no muy distinguidos en el aspecto social: Alejandra Bernal, alias “la prissy”, de 24 años, con antecedentes penales por robo y posesión de droga, Gustavo Robles, de 32 años, antecedentes de violación y proxenetismo; Mariano Gómez, 14 años, indigente, antecedentes de vagancia y prostitución. Nuevamente, en todos los casos, el corazón y los ojos habían sido extraídos del cuerpo.
Finalmente, la policía decidió hacer público el asunto, y al convocar a la rueda de prensa se recibió el aviso de otro hallazgo: el cuerpo de Marina Jasso, una cantorcilla que comenzaba a abrirse camino en la farándula, fue encontrado en las mismas condiciones anteriores, sobre la banca de un parque en la colonia Condesa.

La policía, perpleja, canceló la rueda de prensa y se dedicó a publicar anuncios de “Se busca” sobre las fotos de los que no pudieron ser identificados como muertos. Un palo de ciego que no funcionó.
Mientras tanto, toda la publicidad que no habían recibido los crímenes anteriores, fue centrada en la muerte de Mariana Jasso, a quien la prensa, a instancias de la compañía radiofónica que había empleado a la difunta, se encargaba representar a la muchacha, como una especie de virgen inmolada. Por supuesto la conocida radiodifusora en cuestión se ocupó de ocultar las actividades de prostitución y pornografía de Mariana, así como su extrema dependencia a la heroína y otras drogas. Hubo programas especiales que mostraron el mediocre talento artístico de la muerta y varios actores ya decadentes y ansiosos de notoriedad, se autoproclamaron “mentores” de aquella “luminaria” naciente.
La policía, mientras tanto, continuaba tratando de tapar los agujeros. Pero dos días después del inicio de la publicidad en torno a la Jasso apareció algo que, inexplicablemente, la prensa se abstuvo de comentar, y dejó a la policía en la misma ceguera que al principio:
El último cadáver fue encontrado al costado Oriente de Catedral, por un policía que hacía su ronda nocturna: cubierto por hojas de papel periódico, yacía un hombre de aproximadamente treinta y cinco años, rubio, de ojos azules, con barba y bigote. Se encontraba recostado de espaldas y sólo la sangre que empapaba los periódicos alertó al policía que lo encontró. El corazón le había sido arrancado pero, a diferencia de los otros, no había desaparecido y permanecía detenido por la mano derecha del cadáver contra su propio pecho. El hombre vestía una especie de túnica roja y sus cabellos, larguísimos, disimulaban el horrible hueco donde antes estuvo el corazón. Los ojos permanecían abiertos y sobre las mejillas, goterones de sangre seca le formaban unas lágrimas siniestras. El examen médico reveló que la sangre provenía de los ojos, cuidadosamente arrancados y vueltos a colocar en su lugar. Los periódicos que lo cubrían eran crónicas acerca de los primeros crímenes. Las fotografías tomadas en el lugar de los hechos fueron archivadas y los negativos destruidos, posteriormente las fotos también desaparecieron. El hombre nunca fue identificado. El estudio forense arrojó dos datos inquietantes: el contenido del estómago del sujeto correspondía al músculo y sangre humana a medio digerir. En la boca se encontró otro fragmento grande de carne humana, muy posible músculo cardiaco. Y todos los testigos del levantamiento de cadáver coincidieron en una cosa: la imagen que ofrecía aquel individuo muerto, semisonriente y de enormes ojos claros, era una réplica casi exacta de las estampas que muestran a Jesucristo sosteniendo en una mano su sangrante corazón.

CONCLUSION

Quizá sobre decir que el caso no ha sido resuelto. Semanas más tarde, se encontraron distribuidos en varias iglesias de la ciudad, montones de fotostáticas con las fotografías de las víctimas. Al pie de las hojas había una sola frase:

“… y los pecados fueron redimidos por la sangre del cordero”.

Donde debió aparecer la foto de la treceava víctima, aparecía la copia de una popular estampa religiosa: la del Sagrado Corazón de Jesús.

                                                                      Una de las víctimas.

           

No hay comentarios:

Publicar un comentario